sábado, 25 de octubre de 2008

El Peaje

Francisco J. Lauriño


Dedicado a Casimiro.


El joven melenudo hacía autostop y se inclinaba sobre la carretera con voluntad, con decisión, y con las ilusiones menguadas. Pronto se cumplirían tres horas de su presencia en el cruce y los automóviles silbaban y zumbaban a su lado sin reparar en él, sin hacerle ningún caso. El anochecer estaba cerca y, como siempre, tendría que buscarse acomodo en cualquier sitio. Como no tenía dinero tendría que suplir sus carencias con imaginación para poder albergarse con cierta comodidad. Mientras un enorme camión (“Lejías Conejo”, decía el letrero imponente sobre el toldo grueso) hacía revolar sus melenas en el aire denso de la tarde, el joven pensaba en aquella otra noche, meses atrás, cuando tuvo que dormir en un gallinero.
En las afueras de la pequeña ciudad, después de un día entero haciendo dedo, había decidido dar una vuelta por la barriada cercana. Más allá de las viviendas, mientras las luces del poblado se alejaban en la noche perdiéndose en la niebla, había llegado a una zona de aspecto falsamente rural. Pequeños huertos de patatas y lechugas, propiedad de ferroviarios con casa a la vera de las vías y pasos a nivel cercanos, basureros piratas muy poco disimulados, rodeaban, como protegiéndolo, un confortable corral lleno de aves patosas y dormidas. Un cobertizo oscuro, tinieblas para corte de cuchillo, al que los plumíferos no tenían acceso, y en el que se almacenaban, como supo luego, varios aperos, le invitó a desplegar el saco sobado y a tumbarse a dormir hasta el alba, después de comer con encanto un enorme trozo de chocolate con leche y avellanas que había robado en un supermercado. Y la noche fue tranquila y soñó con una mujer de llamas que le lamía el miembro llenándolo de placer.
El canto del gallo cercano le avisó de que el propietario del dormitorio podría llegar en cualquier momento, así que el joven melenudo se precipitó afuera y respiró el frescor tibio del amanecer del norte.
Pues igual que aquella noche, que tenía estrellas y olores nauseabundos a excremento, tendría que ir buscando un acomodo. Solo que esta vez el cielo no estaba tan despejado y amenazaba lluvia, problemas acuáticos en lontananza que podrían hacer de él una irrelevante sopa de ropa cuando al día siguiente se volviera a la orilla del tráfico para poner el dedo en el aire.
*** *** ***
Años después, Martín Piedrafita Landeiro, gallego de origen, se había convertido en un cuarentón muy bien tratado por el paso del tiempo, pues su cuidada salud y el aire puro que podía respirar en San Emiliano, el pueblo idílico y bucólico de la Babia leonesa en el que residía y donde de cuando en cuando consumía aquellas estupendas chuletas o aquellos inmejorables solomillos, le hacían favor de una como eterna juventud.
Se peinaba Martín, con raya al lado, su pelo oscuro. La incipiente calvicie, resultado de muchos años de no cuidarse el cuero cabelludo, hacía brillar con saña parte de sus sienes plateadas no. Acababa de levantarse y al escuchar con atención el segundo canto del gallo, mientras se afeitaba con presteza y maña no exenta de placer matinal, no pudo hacer otra cosa que recordar aquella otra amanecida en que, después de haber dormido en un gallinero a las afueras de Torrelavega, se puso a respirar con fruición, pero sin maquinilla para afeitarse, los aires frescos y tibios de la alborada norteña.
Se rasuraba sonriendo. Era de esos hombres que disfrutan cada palmo de su aseo matutino y quizás fuera esa la rutina que más le agradaba. Se afeitaba todos los días y su cutis era suave y terso, como el culo de un bebé.
En la cocina Amalia preparaba café. Los dos niños, todavía muy pequeños, dormían con placidez. El olor de la infusión, caliente y familiar, clausuró por aquel día la tarea del rasurado. Se dio masaje en el rostro y fue luego a besar a su mujer. Desayunaron juntos y luego Martín se despidió. Cogió el “Renault 5” que guardaba en un cobertizo, cerca de la aldeana casa de piedra, y tardó unos instantes en hacerlo arrancar. El frío de las alturas en una noche otoñal había dejado su huella en los circuitos del automóvil, que ya no estaba en su mejor momento.
Se acomodó como pudo -es decir, como solía- en el asiento, enfundado por su esposa primorosa con una horripilante tela estampada, y puso rumbo a San Emiliano. Desde allí, a pocos kilómetros, se encontraría muy pronto a la entrada de la autopista Oviedo-León. En el cruce, tras observar como todos los días la grandiosidad del embalse de Los Barrios de Luna y de emocionarse con los brillos del primer sol reverberante sobre las aguas, y de pensar en la cantidad de hectáreas anegadas y de tierras de campo sumergidas y de vidas cuyos destinos habían sido trocados para que él pudiese disfrutar ahora de aquel estupendo paisaje, Martín tomaría la autopista del Huerna en dirección a Campomanes.
Poco antes de finalizar la empinada pendiente que desemboca en el cruce, ya en tierras de Asturias, se encuentra el último puesto de peaje. Martín, como cualquier conductor, se detuvo al llegar, pero no tomó ninguno de los carriles libres que llevaban hacia las cabinas de pago, sino que se dirigió a la vía de servicio que, a la derecha, ingresaba en el aparcamiento. Quitó el contacto y se bajó del vehículo. Luego encaminó sus pasos a la puerta principal del edificio y saludó a Roque con afabilidad.
- Buenos días.
- Buenos días. Otro más, ¿eh, Martín?
- Ya ves. A por el pan de los hijos.
Y ambos sonrieron. La mañana era azul y ya estaba tibia. Con el descenso hacia las nieblas de Asturias el termómetro marcaba dos o tres grados más que en San Emiliano.
- Me voy a la Dos, ¿no? -preguntó, conociendo la respuesta de antemano.
- Parece mentira, Martinín. Me haces la misma pregunta todos los días. Es que la Dos es la tuya entre las ocho y las cuatro, coño -y sonrieron otra vez.
- Oye, Roque, ¿sabes por qué trabajo aquí?
- No lo sé. La verdad es que siendo, como eres, licenciado en no sé qué, y pudiendo aspirar a más, ni me lo imagino. Si fueras como yo, un puto analfabeto, lo entendería, pero así... Tú lo que tendrías que hacer es presentarte a una oposición para funcionario. Allí no darías golpe y también ganarías el pan de tus hijos.
- Suave, Roque, no te me embales. Yo soy un trabajador vocacional. Trabajo aquí porque me gusta. Mis esfuerzos me costó convencer a aquel directivo de la empresa para que me contratasen. Me decía lo mismo que tú. Incluso me llegó a ofrecer un puesto de administrativo en las oficinas de Oviedo. Pero no quise. A mí me apetecía currar aquí, entre el asfalto y los coches.
- Pues tú sabrás. Ni puta idea, amigo. Eres un raro.
- Mira: yo era un hacedor de dedo...
- ¿Un qué...? -cortó el otro.
- Un hacedor de dedo; un jipi, coño -Roque le miró entonces con una sonrisa que quiso ser burlona-. No. No te rías; es verdad. Tuve hecho mucho autostop.
- Anda ya. Qué autostop ni que hostias, Martín. Qué sabrás tú lo que es buscarse la vida.
- Poco me conoces. Pero no te engaño. Yo era un jipi, con melenas y todo, de esos que andaban de acá para allá, con el macuto, asustando a las abuelas en los parques y haciendo dedo para escándalo de automovilistas bienpensantes.
- Bueno, anda. Si te pones serio tendré que creerte. Un amigo es un amigo.
- Pues que nada, que no me paraba ni dios. Siempre me tiraba un montón de horas hasta que alguna alma caritativa me llevaba unos pocos kilómetros más allá. Así que un buen día, cuando “formalicé” (en palabras de mi tía), decidí que ya estaba bien. Y me vine aquí. Aquí tienen que pararme todos, Roque. Aquí nadie puede pasar de largo. Es como una venganza.
- Me cuentas unos cuentos... Qué feliz eres, cabrón. ¡Hala, a currar, que es tarde! Y vaya si te pararán. Todos, absolutamente todos. Y cóbrales. Seguro que cuando te paraban a dedo ni se te habría ocurrido cobrarles -y se reía estentóreamente, el bueno de Roque.
*** *** ***
A las doce de la mañana Martín estiraba los brazos. No había ningún vehículo en su carril y aquel día la autopista estaba tranquila. Los autocares de línea de siempre, a sus horas de siempre, con los conductores de siempre, a quienes ya saludaba como si fueran amigos. Algunos camioneros, conocidos del bar de Sena de Luna, donde algunos domingos compartían partida y café. Turistas despistados que se dirigían a las brumas perennes de los astures. Quizás viajantes, en su paso hacia todas partes.
El sol alumbraba con cierta intensidad, casi como había prometido al principio del día. Pocas horas más tarde regresaría Martín a la mayor tranquilidad de San Emiliano y a los amantes brazos de la mujer. Leería un poco, vería el telediario y casi, casi sin pensarlo, volvería a caerse de nuevo en el lecho, noche nueva, para ir así completando el ciclo de los días.
Un coche blanco se destacó saliendo de la curva que coronaba la pendiente, como a un kilómetro y pico del peaje. Lo vio brillar al sol e ir disminuyendo la velocidad, a la par que las advertencias de la señalización iban entrando por los ojos del conductor. Unos segundos después el vehículo se detenía al lado de su cabina. Una chica gordita, de tetas generosas con afilados pezones que se transparentaban sobre una blusa blanca, lució frente a él una espléndida y atractiva mirada azul. Era una rubia que olía a perfume de televisor y que viajaba sola. Le dio el dinero y al tiempo que él operaba para que se izase la barrera, la rubia le tiró un beso rojo con sus labios carnosos.
- ¡Adiós, guapetón!
- Adiós -contestó, un tanto sorprendido. Y pensó que le agradaba aquella gordita. En un trabajo como el suyo, a pesar de su vocación, a veces acababa por echar de menos poder tener otros contactos humanos que no fueran los de sus compañeros.
Mientras el coche se alejaba, cuesta abajo, en pos de la libertad circulatoria, se fijó en la matrícula, que era de Madrid. Como si eso tuviera alguna importancia. Nada tenía importancia ya, más que él mismo y su familia. Y quizás también su vocación. Cuando se dedicaba al autostop nunca le había parado una rubia como aquella; quizás no existían o no acertaban a pasar por donde él estaba. Pero tenía la completa seguridad de que, de haber pasado, se habría detenido para él.
- No te fijes tanto, capullo -le cortó Roque, adivinando sus pensamientos, desde la cabina contigua-: cuando hacías dedo y eras un melenudo de mierda nunca te habría parado... Igual hasta te hubiera tenido miedo.
Y era cierto. Pero, ¡qué coño!, ahora había tenido que pararle y hasta le había llamado “guapetón”. Las ilusiones humanas, con el paso del tiempo, acaban adaptándose a sí mismas hasta no parecerse en nada a las que al inicio de la conciencia vital el ser ilusionado se había diseñado para sí. El conformismo no es una tara, es una solución. La claudicación, lo mismo.
Mirando a la gordita, en su coche blanco que se alejaba, Martín se rascó los sobacos y le hizo un guiño a Roque. Luego se fijó en el camión que bajaba la cuesta y se preparó para cobrarle al conductor porque, por muy grande que fuera, él también tendría que detenerse. Y pagar, incluso más que los otros.
Algo raro había en la trayectoria del vehículo. Observaron que zigzagueaba un tanto aparatosamente y pensaron que sería por un mal frenazo al intentar amoldar la velocidad a la que las señales requerían para llegar al peaje. Pero el camión parecía no tomar conciencia de que allí, como sabía Martín, todos tenían que parar, y seguía su rumbo sin disminuir la marcha. En pocos segundos los operarios se dieron cuenta de que el camión iba a tal velocidad que nunca se detendría. Pero el de San Emiliano se dijo que no, que sólo eran imaginaciones, porque allí mandaba él y todo dios tenía que pararse, hasta la misma vida, si viajase en un vehículo con motor. Y confiando en su autoridad esperó y esperó demasiado. Porque el camión aplastó la cabina justo después de que Roque hubiera salido corriendo.
Al bajar pendientes pronunciadas los fallos del freno en camiones pesados son frecuentes. La autopista no tenía carril de frenado y el camionero no pudo hacer nada para evitar el accidente.
El conductor colgaba de la ventanilla, metros más abajo. Tenía sangre en la cara y no se movía. El vehículo se había quedado empotrado en el talud y la carga se extendía (ladrillos y otros materiales de construcción) a lo largo de la calzada, mezclada con los restos de la cabina. La techumbre del peaje estaba sobre el asfalto y Roque, a salvo, agitaba los brazos y gritaba confundido, como si estuviera soñándose a sí mismo, revolviendo contra su mente los látigos de la fiebre, en una intensa pesadilla.
Martín fue enterrado en San Emiliano al día siguiente. Al sepelio asistieron todos los vecinos del pueblo, que nunca supieron de su vida jipi, de cochambroso melenudo hacedor de autostop.
A sus dos hijos, de corta edad, no les gustaban los caramelos.


Este cuento de Francisco J. Lauriño pertenece a la colección Su crimen y otros relatos selectos. Para más información, PINCHAR AQUÍ.

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