jueves, 4 de septiembre de 2008

Recuerdo de Remigio González 'Adares', poeta

Muy cerca de la plaza Mayor de Salamanca -corría el año de 1985- había un viejo, barba luenga y canosa y cabellos al viento, sentado en una silla de camping frente a un tenderete con libros.
Remigio González, ‘Adares’, era un poeta conocido de los suyos. Quizás un poeta sin suerte, como tantos, a la busca de la difusión de sus libros en el estío castellano; y allí estaban, al sol, aquellas portadas de libro artesanal, sin producción editorial ni marketing, hechas con el cariño de quien aspira a que lo lean, sin interés por lo venal. Aquellos ‘best-sellers’ castellanos me atrajeron, porque Adares, que se puso a departir amigablemente con nosotros, no era un viejo chocho ni un charlatán de feria, sino un hombre prudente y culto, con la piel curtida por los campos de Castilla, la mirada noble y altiva, el verbo profundo y dicharachero, y que decía, además, cosas muy atinadas y divulgaba su obra con dignidad.
Nos dio la mano al despedirnos y Marachu, el amigo que me acompañaba y que me hacía de cicerone en la ciudad (a la que yo había llegado para asistir a un curso en su famosa Universidad), me regaló dos de los libros que exhibía: Disparates de mi lado izquierdo y La Barrila, que el poeta me dedicó y que, desde entonces, guardo como oro en paño en mi biblioteca.
Los versos de Adares son graznidos melódicos, como el chillido de los vencejos, y atesoran pedazos del alma castellana, vieja, aguerrida, curtida, que me recuerda -lo digo con cariño- a la sabrosa cecina leonesa, al recio chorizo de Guijuelo: poesía esteparia, llena de emoción, sublime y popular, transida del espíritu de hidalguía castellana venida a menos por los siglos de los siglos, trasnoche del espíritu del Lazarillo, versos de bodega, de mesón, para digerir con vino tinto áspero y eficaz.
Y viene esto a cuento porque en un reciente viaje a la ciudad del Tormes constaté hasta qué punto llevo al viejo Adares en el alma desde entonces y cómo lo eché de menos en la plaza de El Corrillo y cómo recordé con respeto aquella especie de espíritu de Castilla redivivo que, pese al transcurso del tiempo, todavía salta muchas veces de sus textos a mis ojos con una terrible fuerza agridulce.
Adares falleció en 2001, pero, en los soportales de El Corrillo, sólo los tenderetes de unos jipis nos recuerdan que un día también él estuvo allí.

Texto de Francisco J. Lauriño

Fuente http://www.librodearena.com/lauro/

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