domingo, 8 de mayo de 2011

CANTOS ROBADOS




Entre Salamanca y Samarkanda

En estos tiempos en que todo vale, parece oportuno reflexionar sobre el justo significado de términos tan manidos y desvirtuados como original, moderno, postmoderno, vanguardista o experimental, cuando nos referimos a las expresiones artísticas más recientes. La cultura global de estas últimas décadas parece estar de vuelta de todo, incluso de las vanguardias artísticas. Ya Antonio Machado ironizaba sobre quienes están de vuelta sin haber ido. ¡Vayamos!, vayamos pues cuanto antes, no hacia atrás, sino hacia lo esencial, hacia el conocimiento/cimiento de las tradiciones olvidadas, asimilemos lo primitivo, lo antiguo, lo clásico, ¡robémoslo!, descubramos sus arquetipos para poder hacerlos nuestros y para, una vez aprehendidos, poder al fin volver, volver de verdad, impulsando un arte nuevo, una poética otra.

Imitar y copiar es indigno. Robar, apropiarse de las fuentes para poderlas integrar, digerir y olvidar, trascendiéndolas y convirtiéndolas en otra cosa, puede por el contrario dar lugar a un arte original, un arte sin artificio. La obra de arte únicamente puede ser el resultado de un proceso: ni se crea ni se elige. Todo está ahí. Las musas no existen, lo nuevo tanto en arte como en ciencia, es un secreto a voces a la espera de ser desvelado.

El título Cantos Robados nos hace un guiño que encierra toda una declaración de principios al plantearnos esa necesidad de proceso, de vagar y perderse por largos caminos, tropezando entre cantos rodados, tras un constante ir y venir, bucle/eterno retorno realimentado de antiguas raíces, hoy transmutadas y depuradas en un atanor por el que han transitado infinidad de culturas musicales y las más atractivas, complejas y extrañas prácticas vocales del laberíntico etnomundo, logrando así ponerlas en diálogo fecundo, mestizo y renovado, para poder aportar otro sabor, otro canto.

Hija de una sensibilidad etnomínimal, Fátima Miranda da la espalda a la tiranía de los cánones de belleza del canto y de la palabra y se pone, nunca mejor dicho, el mundo por montera, entrando a saco y sin miedo en el bosque de oralidades que aun lo pueblan: las albórbolas bereberes, los irritxis vascos, los microtonos de la raga india, las murgas de griots y chamanes, las melopeas dionisíacas, las difonías mongolas y tibetanas, los yodels pigmeo, iraní, canario o tirolés, las voces nasalizadas corsas, indonesias o chinas, los gritos-interjección del teatro Nô y del Kabuki japonés, los exabruptos desgarrados del Pansori coreano, el scat del jazz, el cante jondo o el más sublime canto sagrado – ya se trate del Dhrupad indio, el Shomio budista, los Sutras zen, el Corán de los almohedines, el Gregoriano cristiano, el canto Bizantino o el Qawali sufí –, devienen así para ella un manjar y un lenguaje tan usual como el bel canto o el sprechgesang, cargado de memorias fonéticas, tal vez anteriores al lenguaje, evocadoras de códigos de comunicación ya extinguidos que anidan en el inconsciente colectivo.

La dramaturgia de Cantos Robados se halla estructurada en dos grandes bloques. Una primera parte de carácter ritual, contenido e interior, durante la cual la cantante parece flotar arrobada en las alturas, esculpiendo el aire con voz de cristal o de trueno, de Orientes y Desorientes, de anciana matriarca o de sirena, generando la necesaria complicidad que tan rotunda presencia impone, y una segunda parte a pie de tierra, de ambiente mas alegre y profano. Todo ello bañado por una mirada irónica sobre la presencia de lo sagrado en lo doméstico.
En escena, una voz y el gesto de una sola cantante que interactúa con un monumental y versátil traje-escenografía de fisonomías cambiantes, sugeridor de arquitecturas y paisajes varios (carpa, casa, ábside o volcán), propiciados por un cuidado diseño de luces. Cantos Robados, genera tantas lecturas como espectadores, cada una nutrida y filtrada desde el bagaje personal, el inconsciente y la imaginación de cada espectador y no desde fórmulas de atención preestablecidas.

La colaboración entre Fátima Miranda y la escenógrafa Mirella Weingarten nace de un especial entendimiento. Capaces ambas de elevar a categoría de arte, objetos, actitudes o elementos domésticos ante los que pocos pararían mientes, estas dos artistas, osadas y sin exhibicionismos gratuitos, se mueven en aquellos límites en los que a veces algo parece estar a punto de quebrarse. En la estética de ambas hay algo de arcaico e intangible que parece transportar al espectador lejos del mundo, sumergiéndole en una atmósfera elegantemente sensual, mientras una actitud irónica hacia lo kitsch y lo grotesco destila juego, alegría y hasta un punto de divertida y sabia locura. Contención íntima y extroversión coexisten en una síntesis que armoniza lo cotidiano y lo sublime.

Entre Salamanca –ciudad natal de la artista, donde estudió Letras– y Samarkanda –de camino a la India, donde estudió música–, entre Occidente y Oriente, entre la tradición y la vanguardia, se encuentran los campos por los que metafóricamente transitan y brotan estos Cantos Robados, cuanto más rodados más robados !

Fuente http://www.fatima-miranda.com

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