Son las nueve menos cuarto de cualquier mañana de un día anónimo; una fila de alumnos, pulcramente vestidos, aseados, peinados con raya al medio, se disponen a entrar en las aulas. Cantan loas a sus profesores que sonríen aliviados en el quicio de la puerta del centro educativo, orgullosos y prepotentes. Las cosas cambiaron desde que había tomado las riendas del devenir político del país aquel salvapatrias de tirantes prietos, cuellos de camisa almidonados y sienes rapadas; amigo del orden tácito y de sus amigos; no siempre por esta sucesión. Si, el mismo que años antes había barrido en las elecciones a todos los partidos democráticos, con un eslogan que recordaba al rancio “Santiago y cierra España”. El que se atrevió a militarizar a la población, dando rangos castrenses a quienes no los querían ni merecían. Pero las cosas habían pintado así, para bien o para mal.
Primero promocionaron a ese nivel los curas, ni que decir tiene que las demás religiones desaparecieron, por tendenciosas; y sus acólitos perseguidos y encarcelados. E siguiente turno correspondió a los médicos. Los mismos que habían experimentado en sus carnes las bondades de la carrera profesional, en periodos anteriores, y que se sentían agobiados por la proliferación de enfermedades profesionales, con origen en desánimo y desesperación en el cada vez más precario ámbito laboral. Los últimos ocupando las plazas de sargentos “chusqueros” y cabos “tirillas” fueron los profesores. Éstos amparados en las salvajes hordas de alumnos “aventajados” allá por la primera década del siglo XXI que se habían pasado varios pueblos “colgando” sus gamberradas en internet.
Ya dentro de las clases; el silencio era tal, que molestaba el zumbido de una mosca. Los profesores paseaban su nueva capacidad adquirida, con pasos seguros y retando con sus miradas a los otrora alumnos problemáticos. No había derecho de réplica ni programaciones; y que decir de los criterios de valoración. El paraíso para los más perezosos. No siquiera recordaban a aquel infortunado compañero al que varios alumnos habían manteado, sacándolo del coche, un simca 100 de segunda mano, que había terminado de pagar ese mes y que termino machacado por bates varios e incendiado en la pira de la ignorancia.
De repente, a eso de las siete y media de la mañana, el despertador sonó y me levanté entresudado, y en pleno invierno, igual que si hubiese terminado de entrenar en una de esas sesiones que te dejan al borde de la extenuación. Buff! Resoplé, al ver que todo había sido una mala y jodida pesadilla, respiré. Aún tembloroso; mientras me dirigía a la ducha, recordé la causa de esa desesperación. En un telediario de la noche, condimentado con una cena copiosa y a deshoras, oí una absurda noticia, la propuesta de “no se quién”; bueno, si que sé de quién se trataba, pero no merece la pena nombrar a nadie; pongamos que hablo de Madrid, como la canción del añorado Antonio Flores. Pues bien; el locutor comentaba que se proponía dar a la figura de los “profes” el apellido de autoridad; el tratamiento de Ud. Y todo ello para evitar las “salidas de tono” de los muchach@s en el aula. De momento toco madera y “nun escupo p'arriba”, pero no creo que esa sea la solución más válida. Tengo el firme convencimiento de que solo del respeto hacia todas las personas, sean quienes sean, puede manar la capacidad de las sociedades para evolucionar. Si pensamos que alguien por tener una licenciatura o especialidad universitaria debe merecer más respeto que los demás, estamos “apañaos”. Bastantes fantasmas, sin sábana ni cadenas, hay en esta tierra de suplicios que quieren jugar y destrozar los sentimientos de las personas.
La solución pasa por que demos a los más jóvenes la capacidad para desarrollarse autónomamente en una sociedad cada vez más compleja. Poner trabas y diques impiden el correcto fluir del respeto mutuo entre las personas. Es como la teoría sobre la capacidad del liderazgo en las empresas, que nunca es buena cuando se impone, sino cuando se consensúa. Y esos solo es posible cuando todos estamos preñados de cultura; no si pensamos que el negro es inferior por su color, el que profesa otra religión o creencia es un hereje, o que las personas valen por el dinero y bienes materiales que poseen y no por su aportación individual a la colectividad a la que pertenecen y a la globalización en la que resistimos. Geroge Orwel con “1984”y Aldous Huxley con “Un mundo feliz” pusieron la pelota en el tejado de la civilización. Por que el problema, el averno y la catarsis no están en la disparidad de opiniones, sino en aquellos que acorazados tras una piel de cordero intenta “llevarse el gato al agua” legislado por decreto y coartando las libertades a base de rigor, sin formar desde la base.
Los viejos agricultores atan un “palín finu” a los árboles al plantarlos para que no se tuerzan. Y no esperan a que sea el vecino o el perito agrónomo el que lo haga; por que es suyo, lo quiere como a un hijo y está en su terruño. Si “pasa del tema” por lo que sea y cunado el tronco esta viciado intenta enderezarlo; lo máximo que va a lograr es romperlo por la parte más débil y tirarse de los pelos diciendo “Hay Má; por que nun'y fadría casu a mio Pá...con lo fácil que yera ata'y una guía...Y agora téngolu en suelu...”
Pero, como en todo en esta vida, aún estamos a tiempo de evitar disparates por falta de educación. Por que está bien saber mucha Economía, Matemática, Historia o Literatura; pero es también parte importante de la educación de los ciudadanos, saber vivir en sociedad, aunque algunos sigan sin enterarse. Que todo no se soluciona a “garrotazos” ni lavándose las manos y cargando el “embolao” a los educadores o, en el peor y más dramático caso, a los agentes del orden. Mientras entramos, todos, en razón sigo finalizando con un Carpe Diem; amigos.
Heri Gutiérrez
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