lunes, 28 de febrero de 2011

LA ESTÉTICA DEL DEPREDADOR


No hay nada más grácil, plástico y armonioso que ver a un guepardo, en plena actividad cazadora y, si es a cámara lenta, casi hipnótico y en los límites del paroxismo. Pero todo Yin tiene su Yang, como cada hoja, de árbol o navaja, su haz y envés... y así si el félido no pilla bocado en cien metros se agarrota y extenuado pasa a ser presa fácil de cualquier otro cazador de la sabana. Esta breve semblanza, a modo de documental de “La 2”, me sirve para introducir el planteamiento de la presente columna, que quiero versar sobre lo que, allá por los ochenta, trovaban Germán Coppini y sus “Golpes Bajos”, y que era algo así como “...Malos tiempos para la Lírica...”
Pues a por ello, que aún no siendo gerundio, implica igualmente deseo de acción y capacidad. El tocayo, Herbert Spencer, antropólogo evolucionista social, con todo lo peligroso y reaccionario que ello supone – ser evolucionista, no tocayo mío, por cierto – decía que en las sociedades reinaba la misma ley que en la selva. Es decir los coyotes se comen a las cebras y antílopes, pero deben andarse “al loro” porque a su vera pululan leones hambrientos, sin olvidar a las jocosas hienas...Este razonamiento de fauna social, se convierte en xenófobo cuando promulga algo similar a la estratificación de razas, condiciones genéticas y “cientifismos” alocados y de imposible justificación, como se comprobó empíricamente desde la segunda mitad del siglo XX. Pero cuando la antropología posmoderna, humanista, comprometida y social, parecía que tenía muchas cosas que decir, a años luz de los “carcas” planteamientos de Spencer, la Globalización nos tiró a todos del andamio, para deslocalizarnos el trabajo, la vida, los valores y el alma. Surge, de su mano, un periodo cavernario, similar al de Neolítico, donde el aguerrido depredador social se pasea, cachiporra en mano, buscando carne humana tierna y fresca, por las calles de la city y los platós de las televisiones, entre otros entornos ecológicos varios. Tanto que su estética, lejos de ser amedrentada, se anhela por pipiolos barbilampiños, princesitas de papel couché y desgraciadamente por sus versiones anteriores, más deterioradas y con patas de gallo, que ya sobrepasan la treintena. Triunfa un espécimen de porte soleado, altanero, hermoso y fresco como un repollo, pero vacío y vano por dentro, revocado cien mil veces con ralladura de harina y mortero, que gusta gozar del valor, fulgente pero caduco, que da la cama compartida con famosos varios, la foto o el renglón atávico de cualquier plumilla oportunista. Es de entender que el Juez de menores Calatayud, se acuerde del Defensor del Pueblo, como él dice, al ver cualquier cadena de Tv.
Una sociedad que ya no valora el saber abstracto que confiere la cualificación y el estudio de cualquier tipo – porque eso cuesta y gasta neuronas, que escasean y hacen falta para otras cosas -, donde un alumno, apuntes en mano, es tan osado de acometer en un revisión de exámenes una calificación inferior a tres puntos, porque la Ley se lo permite, bajo el amparo de indefensión manifiesta, hacerlo. Lo mismo que si cualquier enfermo acudiese a la consulta de su galeno de cabecera con el Vademecum, bajo el brazo, para cuestionarle sobre sus saberes profesionales. Donde la mejor imagen del país desgraciadamente no cae del lado de quienes debieran. Y para ejemplo los programas electorales, que me planteo si existen más allá del descrédito al rival y del adhesivo imantado que enfunda a los candidatos cuando se suben a los escenarios y parapetan tras los atriles. ¿Cuánto hace que nadie te seduce, primo, con un programa ilusionante sin necesidad de acordarse de la familia “política” contraria...?. Porque en esta patata achatada por los polos, hay un convenio colectivo para toda la humanidad, sin vencedores, vencidos, ni perrito que les ladre, donde por no haber, hasta lustra la ausencia de ideologías y valores más allá de unas presencias siniestramente atractivas, con curvas o bigote, “michelines” o perilla... No, si en el fondo a todos nos gustaría ser miembros del Club Bilderberg, o sea , los amos del mundo.


Heri Gutiérrez García

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